SEGUNDA MEDITACIÓN
SAN JOSÉ EFICACÍSIMO PROTECTOR Y ABOGADO
PARA ALCANZAR UNA BUENA MUERTE
Punto 1. San José venerado en la Iglesia como abogado especial para alcanzar la gracia de bien morir.
“Está decretado a los hombres, dice el Apóstol (Hebreos, IX, 27), el morir una sola vez, y después el juicio”. Todos, pues, hemos de morir y dar cuenta hasta de cualquier palabra ociosa ante el Divino Juez, “el cual dará a cada uno el pago según sus obras” (San Mateo, XVI, 27). Y lo que es más, que ignoramos el cómo y el cuándo sucederá esto.
Nada, pues, hay más importante para todos que el velar, y estar siempre preparados para aquella hora suprema, y alcanzar la gracia de bien morir. ¿Y qué medio más a propósito para obtenerla que acudir a San José y tomarle por protector y abogado para aquel terrible trance?
En primer lugar, él es para toda clase de personas el más acabado modelo de una vida santa, como la mejor preparación para bien morir. A esto se añade su privilegio singular de haber expirado dulcemente en brazos de Jesús y María. Todo cuanto se diga, en efecto, de la muerte preciosa de los Santos es apenas comparable a este privilegio de San José. La Iglesia misma lo celebra con estas palabras: “¡Oh sin par, feliz y bienaventurado José, en cuya hora extrema os asistieron juntos y solícitos Cristo y la Virgen con plácida faz!”. Además lo celebra permitiendo celebrar la fiesta del feliz tránsito de San José, y que se le invoque como protector y abogado especial para alcanzar una buena muerte.
Cuando, pues, así honra la Iglesia a este glorioso Santo, ¿no significa esto que a su juicio goza delante de Dios de un favor especial para alcanzar la gracia de bien morir, y que quiere que también sus hijos le honren como a Patrono de la buena muerte? Así por lo menos lo han entendido y lo entienden los fieles hijos de esta divina Madre, al erigirle altares y establecer congregaciones para acudir a él como al abogado de los agonizantes. Y ¡cuántos favores y consuelos han recibido de él los que así lo han invocado!
Acudamos, pues, siempre a él con filial confianza, y no dejemos pasar día alguno sin pedirle la gracia de bien morir. Pidámosle que sea nuestro protector y abogado en aquella hora tremenda, en la que tan poco han de valernos los honores, los intereses y aún los mejores amigos de la tierra….
Punto 2. San José poderosísimo abogado de los agonizantes como padre adoptivo del Divino Juez.
“Desnudo, dice Job, salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a ella” esto es, a la tierra o sepulcro. Y lo mismo nos sucede a todos los míseros mortales. Sí, todos nacimos desnudos, y desnudos iremos a parar en el sepulcro, sin que nos acompañen allá más que buenas obras o malas, para comparecer con ellas delante del Divino Juez.
Cual, pues, sea la angustia de una alma próxima a comparecer en el tribunal de Dios con solas sus obras, tan pocas buenas y tantas malas, y tan mal reparadas, ¿quién lo puede explicar? Si a los menos tuviera a su favor algún abogado celestial, que la defendiera delante del Divino Juez…
Esto, sin embargo, pueden esperar los verdaderos devotos de San José. No, él que tanto se gozó en su muerte con la asistencia de Jesús y de María, no permitirá que sus devotos mueran por lo menos sin su asistencia. Y con ella ¿cómo no esperar una sentencia favorable por más que los pecados se presenten entonces a su vista como ejército de enemigos, el más formidable?
Tal vez los tales pecados ya están perdonados, sólo que el demonio se complace en renovar su memoria para inducir a la desesperación. Y en tal caso, la asistencia de San José es para sus devotos moribundos el arco iris de paz, nuncio de apacible calma después de horrible tempestad.
O tal vez no estén aún perdonados por no haberlos confesado, o por haberlo hecho mal. Y aún en este caso es la asistencia de San José una de las más consoladoras esperanzas por la eficacia de su intercesión delante del Divino Juez. Éste, que mientras hay aliento de vida es todavía nuestro Redentor, bien puede hasta el último suspiro infundirnos tanto arrepentimiento, que baste para borrar en un momento todos nuestros pecados.
Sólo falta un intercesor bastante poderoso para aplacar su justicia, y mover su misericordia a conceder esta gracia. ¿Y quién mejor para esto que el glorioso San José? ¿Acaso hay quien pueda alegar mayores méritos delante del divino Jesús y de su Santísima Madre?
Acudamos, pues, a él y digámosle como en otro tiempo los egipcios a su antiguo Patriarca: ¡Oh glorioso San José! en vuestras manos está nuestra salvación: a Vos, pues, la encomendamos ahora para aquel momento, en que habremos de ser juzgados por el Divino Juez.
Punto 3. San José protector de los moribundos contra los ataques y ardides del demonio.
“Como león rugiente, dice el Apóstol San Pedro (I Pedro, V, 8), anda girando nuestro enemigo alrededor de nosotros, en busca de presa que devorar”. Lo cual hace principalmente en la hora de la muerte, ya agravando extraordinariamente los pecados, ya exagerando el rigor de la divina justicia, poniendo así el alma en peligro de desesperación y de perderse para siempre. Bien puede, empero, abalanzarse contra ella el infierno entero como ejército de gigantes; ¿qué podrá, si ella está bajo la protección y amparo de San José?
Escogido ese Santo por Dios para burlar la astucia y humillar la soberbia del dragón infernal en cuantos obstáculos pudiera poner a la redención del mundo; son por demás dignas de admiración la suavidad y eficacia con que llevó a cabo este designio de la Providencia. Así que, mediante su matrimonio con María, fue ya como primero se ocultó al demonio el misterio de la Encarnación, ignorando así la divinidad del Hijo, y la integridad virginal de la Madre.
Asimismo, mediante su obediencia al Ángel del Señor y su huída a Egipto, fue como libró a Jesús de la muerte decretada contra Él por Herodes, figura e instrumento del demonio. Mediante, en fin, su entrada a Egipto fue también como cayeron derribados los ídolos, como enmudecieron los oráculos, y el tirano de las almas fue encadenado, huyendo de allí los espectros infernales.
Cierto que todas estas victorias más pertenecieron al Niño Jesús que a José; también lo es, empero, que éste fue el instrumento escogido de Dios para así confundir al enemigo de las almas, ensalzándolo por lo mismo la Iglesia con el título, de “Vencedor del infierno” (Himno del Oficio).
Si, pues, tanto pudo José contra el demonio aquí en la tierra, ¿qué no podrá ahora contra él en el cielo, ahora que, asociado su nombre al de Jesús y de María, parece como disfrutar de un privilegio para librar de sus asechanzas a los agonizantes puestos bajo su protección?
Pidámosle, pues, con confianza que se digne asistirnos en la hora de la muerte, y ahora y hasta entonces no cesemos de repetir: Jesús, José y María, que expire en paz con vosotros el alma mía. Amén.