miércoles, 31 de marzo de 2010

Consideración y oración


SAN JOSÉ,
ABOGADO DE LAS ALMAS

Consideración

No cabe duda, como decía la inmortal Santa Teresa de Jesús, que San José es el abogado universal, o, lo que es lo mismo, el que remedia todos los males; ya que jamás se pide al Señor gracia alguna por intercesión de este glorioso Patriarca que no se consiga en el acto, si se pide bien y conviene. La razón es obvia. No hay abogado mejor que el que defiende una causa que en algún tiempo fue propia, porque la conoce perfectamente, hasta en sus más pequeños detalles y se interesa mucho en ella; y habiendo padecido tanto San José durante su vida, síguese que será compasivo con los que ahora padecemos; no nos olvidará en los supremos y críticos instantes de nuestra existencia, y sobre todo no podrá menos de compadecerse mucho de las almas detenidas en el lugar de expiación. En efecto, cuando su alma privilegiada salió de su cuerpo virginal se apartó de la presencia del Redentor y de la Virgen Madre. ¡Cuánto sufriría entonces con esta separación su inocente y atribulado espíritu! Las puertas de la celestial Jerusalén estaban completamente cerradas a todas las generaciones. Debían ser rociadas con la sangre inmaculada del Cordero de Dios para que quedasen francas y abiertas a los pueblos redimidos. El amorosísimo Jesús, víctima inocente y voluntaria en el expiatorio sacrificio, no habiendo llegado su hora, aún debía permanecer tres años sobre la tierra; luego el alma de San José, antes de penetrar en el cielo, debía ser detenida juntamente con las de los justos del Antiguo Testamento, en el seno de Abraham. Si el santo Patriarca durante los tres días en que el Divino Niño estaba perdido en el templo lo anduvo buscando con tanta angustia, ¿qué ansias no padecería su alma en los años que estuvo en el limbo apartada de la presencia de Jesús y María? Sólo quien amara a Jesús y María como San José los amaba, sería capaz de formarse un concepto adecuado de la vehemencia de sus anhelos. Sabiendo, pues, nuestro glorioso Santo por experiencia propia cuán ardientes son en las almas justas los deseos de ver a Dios, y qué acerbos padecimientos dicha privación les causa, ¡con que afán procurará aliviar a las benditas almas del purgatorio!

Oración

Amorosísimo San José, que tan tiernamente amasteis a Jesús, y tan vivamente sentisteis la privación de su presencia, cuando lo perdieras en el templo, os encomiendo con fervor las santas almas que lejos de la amable presencia de Dios están padeciendo en el purgatorio. Oh Santo Patriarca, sed su consuelo en aquel lugar de penas y expiación, dignaos aplicarles los piadosos sufragios de los fieles, particularmente los míos. Constituíos su intercesor para con Jesús y María y romped con vuestra poderosa oración sus cadenas, para que puedan ascender al seno de Dios y gozar de la felicidad eterna. Amén.


martes, 23 de marzo de 2010

La sombra del Padre


SAN JOSÉ

— Por Ernest Hello —

¡San José!, ¡la sombra del Padre!, ¡aquel sobre quien la sombra del Padre se proyectaba densa y profunda!

¡San José!, ¡el hombre del silencio!, ¡aquel a quien la palabra apenas toca!

El Evangelio no dice de él más que esto: “Era un hombre justo”. El Evangelio, tan sobrio siempre en palabras, es más sobrio aún que de costumbre al hablar de San José.

Diríase que este hombre, envuelto en el silencio, inspira silencio. El silencio de San José produce el silencio alrededor de San José. El silencio es su alabanza, su genio, su atmósfera. Donde él está, el silencio reina.

Dicen algunos viajeros que cuando el águila se cierne, el peregrino sediento adivina una fuente en el lugar del desierto donde la sombra del águila se proyecta. El peregrino escarba la tierra en aquel lugar, y el agua brota. El águila lo había dicho en su lenguaje, esto es, cerniéndose. La belleza se convertía en utilidad, y el que tenía sed, entendiendo el lenguaje del águila, buscaba entre la arena, y encontraba el agua.

Haya lo que haya de verdad natural en ella, esta preciosa leyenda es fecunda en grandes símbolos. Cuando la sombra de San José se proyecta en alguna parte, el silencio no está lejos de allí. Escárbase la arena, que en su significación simbólica representa la naturaleza humana, y el agua brotará.

Y el agua será aquel silencio profundo en el que están contenidas todas las palabras, aquel silencio vivificante, refrescante, apaciguante, saciante: el silencio substancial.

Donde la sombra de San José es proyectada, la substancia del silencio, profunda y pura, brota de lo más hondo de la naturaleza humana.

No hay palabra suya en la Sagrada Escritura. Mardoqueo, que hizo florecer a Ester a su sombra, es uno de los precursores del Santo. Abraham, padre de Isaac, representa también al padre putativo de Jesús. José, hijo de Jacob, es su imagen más expresiva.

Este primer José fue en Egipto el guardador del pan natural. El segundo José fue en Egipto el guardador del Pan Sobrenatural. Ambos fueron los hombres del misterio: y el sueño les dijo sus secretos. Ambos fueron instruidos en sueños, y ambos adivinaron las cosas ocultas. Asomados al abismo, sus ojos veían al través de las tinieblas. Viajeros nocturnos, descubrieron sus caminos a través de los misterios de la sombra. El primer José vio el sol y la luna prosternados ante él. El segundo José mandaba a María y a Jesús: María y Jesús le obedecían.

¡Qué abismo interior debió habitar el hombre que sentía a Jesús y a María obedecerle, el hombre a quien tales misterios fueron familiares, y a quien el silencio revelaba la profundidad del secreto que guardaba!

Cuando aserraba sus maderas y veía al Niño trabajar a sus órdenes, sus sentimientos, ahondados por esta situación inaudita, se entregaba al silencio que los ahondaba más todavía; y desde la profundidad donde vivía con su trabajo, tuvo la fortaleza de no decir a los hombres: “El Hijo de Dios está aquí”.

Su silencio parece un homenaje a lo inefable: es como la abdicación de la Palabra ante lo insondable y ante lo Inmenso. El Evangelio, que tan pocas palabras dice, tiene los siglos por comentadores y hasta se puede decir que tiene los siglos por comentario. Los siglos ahondan en sus palabras y hacen brotar del pedernal la chispa de luz viva. Los siglos tienen por misión sacar a luz las cosas del secreto.

San José ha sido desconocido durante mucho tiempo; pero desde Santa Teresa, especialmente encargada de revelarlo, es mucho menos ignorado.

Y, ¡cosa extraña!; cada siglo tiene dos aspectos, el cristiano y el anti-cristiano; aquél se opone a éste por un contraste directo y admirable. El siglo XVIII, siglo de la risa, de la frivolidad, de la ligereza, del lujo, tuvo un Benito José Labre. Este mendigo llega a alcanzar gloria, hasta gloria humana, mientras cuantos brillaron en su tiempo han caído en una bajeza histórica, que no se parece a ninguna otra, y ante la cual son glorias las bajezas ordinarias.

Yo no sé lo que Dios habrá hecho con las almas de muchos que brillaron en el siglo XVIII; pero la ciencia humana, a pesar de su imperfección y de su lentitud, ha hecho justicia a sus nombres. Los representantes del siglo XVIII quedan enterrados en un olvido especial. José Labre, que es su contradicción viviente, brilla hasta a los ojos de los hombres; y aquellos mismos que intentan burlarse de él se ven obligados a considerarlo como un personaje histórico.

El siglo XIX es, sobre todos, y en todos los sentidos del vocablo, el siglo de la Palabra. La Palabra, buena o mala, llena nuestra atmósfera. Una de las cosas que nos caracterizan es el ruido. Nada más ruidoso que el hombre moderno: ama el ruido, le gusta hacerlo alrededor de los demás, y le gusta sobre todo que los demás lo hagan a su alrededor. El ruido es su pasión, su vida, su atmósfera: la publicidad reemplaza en él muchas otras pasiones que mueren ahogadas en esta pasión dominante, a no ser que vivan de ella y se alimenten de su luz para brillar con mayor violencia.

El siglo XIX habla, llora, grita, se alaba y se desespera, y todo lo convierte en exhibición. Detesta la confesión secreta, y estalla a cada momento en confesiones públicas. Vocifera, exagera, ruge. Pues bien, este siglo de estrépito será el que haya visto elevarse y engrandecerse en el cielo de la Iglesia la gloria de San José. San José acaba de ser oficialmente elegido Patrono de la Iglesia entre el fragor de la tempestad; y es más conocido, invocado y honrado que en tiempo alguno. Entre rayos y truenos, prodúcese insensiblemente la revelación de su silencio.

¿Hasta qué punto penetró San José en la intimidad de Dios? No lo sabemos; pero, en medio del tumulto que nos rodea, nos sentimos penetrados por el sentimiento de paz inmensa dentro del cual se deslizó su vida: y parece que este contraste quiere revelarnos la oculta grandeza de las cosas.

Muchos que nada tienen que decir, hablan, y bajo el ruido de su lenguaje y la turbulencia de su vida disimulan la nada de sus ideas y de sus sentimientos. Y San José, que tanto tiene que decir, no habla: guarda dentro de sí las grandezas que contempla; dentro de él se levantan montañas sobre montañas, y las montañas son silenciosas.

Los hombres son arrastrados por el “hechizo de las bagatelas”. Pero San José, entre las tribulaciones de su viaje a Egipto, en esta fuga de Jesús ya perseguido, permanece en paz, dueño de su alma y en posesión de su silencio. En medio de los pensamientos, de los sentimientos, de las rarezas, de los incidentes y dificultades de este viaje, el que representa al Dios Padre huye como si fuera débil y culpable a la vez: huye a Egipto, al país de la angustia, vuelve al lugar terrible del cual sus antepasados salieron bajo la protección de Dios. Anda, en dirección inversa, el camino que anduvo Moisés; y mientras va a Egipto, y está en Egipto, se acuerda de cuando buscó sitio en la posada y no lo encontró. ¡No hay sitio en la posada!

La historia del mundo está en esas pocas palabras; y esta historia tan compendiosa, tan substancial, nadie la lee: porque leerla quiere decir comprenderla; y la eternidad no es bastante larga para tomar y dar la medida de lo que está escrito en esas palabras: “No hay sitio en la posada”.

Lo hubo para otros viajeros, para aquéllos no. Lo que a nadie se niega, no se da a María y José. Y, ¡Jesucristo iba a nacer a los pocos minutos!

El Esperado de las naciones llama a las puertas del mundo... y ¡no hay sitio para Él en la posada!

El Panteón romano, posada de los ídolos, tenía sitio para treinta mil demonios con nombres que se creían divinos; y Roma no tuvo sitio para Jesucristo en su Panteón. Parece que adivinaba que Jesucristo no quería tal lugar ni tal participación.

Uno se coloca más fácilmente cuanto más insignificante es. Al que lleva en sí un valor de humanidad le cuesta más el colocarse; y más todavía a aquél que lleva en sí una cosa admirable y próxima a Dios, pero el que lleva a Dios mismo no encuentra sitio.

Todos parecen adivinar que lo necesita demasiado grande, y por pequeño que Él quiera hacerse, no logra desarmar el instinto de los que lo rechazan; no logra persuadirlos de que se parece a los otros hombres; por mucho que oculte su grandeza, ésta brilla a su pesar, y a su proximidad las puertas instintivamente se cierran.

Esta pequeña frase, que no dice sino: “porque no había sitio para ellos en la posada”, es tanto más terrible cuanto más sencilla. No es el acento de la queja, del reproche, de la recriminación: está en el tono natural del relato, que suprime toda reflexión, pues el Evangelio deja que las reflexiones nos las hagamos nosotros mismos: “Quia non erat locus in diversorio”. ¿Y qué decir de esta palabra “diversorio”, que indica multiplicidad?

Los viajeros comunes, los hombres que hacen número, habían encontrado lugar en la posada. Pero Aquél que María llevaba iba a nacer en un establo, porque Él era quien debía decir un día: “Una sola cosa hay necesaria: Unum est necessarium”. El “diversorio” le había sido cerrado.

Sería menester que un rayo iluminara nuestra noche y nos mostrara todos los siglos de una vez en un solo punto y en un instante, para que esta frase tan corta, tan pequeña, tan sencilla, nos apareciera tal como es: para que nos apareciera tal como es esta posada en la que María y José no encuentran sitio. Sería menester un rayo iluminando un abismo. ¿Qué sucedería si nuestros ojos se abrieran?

El Padre Faber se pregunta qué pensarían las madres de los Inocentes que poco tiempo después fueron degollados. Se pregunta si no meditarían sobre el hombre y la mujer que no habían encontrado sitio, y sobre el Niño que no tuvo sino un pesebre para nacer. Tampoco la tierra debía darle sitio para morir: al cabo de algunos años debía arrojarlo a lo alto de una cruz. La tierra fue como la posada; fue inhospitalaria.

San José cumple en la realidad lo que otros cumplieron figuradamente. Después de haber guardado en Egipto el Pan de vida, realizando aquello de lo cual el primer José fue la sombra, vuelve a Nazareth y hace lo mismo que Josué había hecho. Josué había detenido el sol en su curso. Aquél que era la luz del mundo abandonó a María y a José para ir a Jerusalén a defender la causa de su Padre; pero María y José van a encontrarlo allí y lo vuelven a casa. El sol que parecía haber comenzado su curso queda detenido durante dieciocho años. De los doce años a los treinta, Jesús no se mueve de su casa.

¿Qué edad tenía cuando José murió? No se sabe, pero parece que cuando Jesús abandonó su casa José ya había muerto. Y en aquella casa, ¿qué pasó?, ¿qué misterios fueron descubiertos a los ojos de aquel hombre a quien Jesús obedecía?, ¿qué veía José en los actos de Jesucristo? Estos actos, por su misma sencillez, debieron tomar a sus ojos proporciones inconmensurables. ¿Qué no vería en el menor de sus movimientos?, ¿qué no vería en su actividad aparentemente limitada?, ¿qué no vería en su obediencia? ¿Con qué son debió vibrar en el fondo de su alma esta frase: “Yo mando, y él obedece; yo ocupo el lugar de Dios Padre”?, y tras esta frase, debajo de ella, en el fondo, debía haber algo más profundo que ella misma: el silencio que la envolvía; y la frase que habría dado fórmula al silencio, quizá no llegó a formularse nunca. Quizás estaba oculta en el silencio que la contenía.

Cuando las palabras humanas llamadas sucesivamente por el hombre se reúnen declarándose una tras otra impotentes para dar expresión al fondo de su alma, entonces el hombre cae de rodillas, y del fondo de su abismo álzase el silencio. Y este silencio que sale del fondo del abismo, traspasa las nubes y sube al trono de Aquel que ha tomado “las tinieblas por retiro”: sube al trono de Dios con los perfumes de la noche.

Este gran silencio de la naturaleza que se llama el sueño, fue el templo donde los dos José oían las voces del cielo. El primer José fue vendido por causa de un sueño que excitó la envidia y el odio de sus hermanos. Por un sueño fue llevado a Egipto. En sueños recibió San José la orden de huir a Egipto.

Mandó. La madre y el niño obedecieron. Me parece que aquel mandar debió inspirar a San José ideas prodigiosas. Paréceme que el nombre de Jesús debía tener para él secretos admirables. Paréceme que, cuando mandaba en él, la humildad del Niño debía tomar proporciones gigantescas que no podían medirse con sentimientos conocidos. Aquella humildad debía ir a reunirse con su silencio, en su lugar, en su abismo. Y aquel silencio y aquella humildad debían engrandecerse uno a otra.

San José escapa a nuestra apreciación, que no puede medir la altura de sus funciones. Dios, tan celoso, le confió la Santísima Virgen. Dios, tan celoso, le confió a Jesucristo. Y la sombra del Padre caía todos los días sobre él, sobre José, tan densa, que las palabras apenas se atreven a acercarse a ella.

Cuando estaba en su taller, ¿presentábanse a su imaginación las grandes escenas patriarcales? ¿Pasaban ante los ojos de su alma Abraham, Isaac, Jacob, José, su sombra proyectada delante de él, Moisés y el interior del desierto con las llamas de la zarza ardiendo, y todas las personas y todas las cosas pasadas que fueron figura de las realidades presentes?

Y cuando su mirada encontraba al Niño que esperaba sus órdenes para ayudarlo en el trabajo, ¿contemplaba en su espíritu el nombre de Dios revelado a Moisés? , o ¿quedaba interiormente deslumbrado por los recuerdos y los esplendores del TETRAGRAMMATON?

La Virgen que estaba allí, bajo su protección, era la mujer prometida a la humanidad por la voz de los profetas; el universo esperaba, levantando un altar misterioso: “Virgini parituræ”.

El Niño a quien él daba órdenes era Aquél de quien se ha dicho: “Per quem majestatem tuam laudant Angeli, adorant Dominationes, tremunt Potestates”. ¡Por Él tiemblan las Potestades!

La costumbre nos roba la sublimidad de un lenguaje tal. Sin el Mediador, sin Jesucristo, ¿qué harían las Potestades? Por Él tiemblan. Tal vez sin Él, ante la Majestad tres veces terrible, “ni osarían temblar siquiera”.

viernes, 19 de marzo de 2010

Oraciones a San José (II)


ORACIÓN DE UNA RELIGIOSA
A SAN JOSÉ

SAN JOSÉ, vos me conocéis bien, puesto que soy la prometida de vuestro Jesús. Pero, como lo conozco aún tan poco, lo amo también muy poco. Hay aún en mí muchas cosas que no son enteramente suyas. Vos habéis conocido a Jesús muy bien, nadie como vos, salvo María, haced que yo lo conozca. Vos lo habéis amado mucho, comunicadme vuestro amor. Vos, que gozabais de un trato íntimo con Él, dadme un poco de vuestra intimidad respetuosa respecto a Él. Vos, que erais el casto esposo de la Inmaculada, haced de mí una esposa toda casta de vuestro Jesús. Vos, que vivíais la pobreza con Jesús, hacedme toda pobre con Él. Vos, que erais tan obediente a la Providencia divina, hacedme perfectamente obediente con respecto a mis Superiores como el mismo Jesús lo era para con vos.



ORACIÓN DE UN JOVEN PARA ELEGIR A SAN JOSÉ
COMO GUÍA Y PROTECTOR DE SU VIDA

SAN JOSÉ, el mismo Hijo de Dios os eligió para ser su padre, su guía y protector en su infancia, su adolescencia y su juventud. Él quiso ser guiado por vos en todos los caminos de su joven existencia terrena. Vos cumplisteis vuestra misión con total fidelidad. Yo también quiero confiaros mi juventud. En nombre de Jesús, os ruego encarecidamente que seáis mi guía y mi protector, me atrevo a decir mi padre, en la peregrinación de mi vida. No permitáis que me aleje del camino de la vida que está en los Mandamientos de Dios. Sed mi refugio en las adversidades, mi consuelo en las penas, mi consejero en las dudas, hasta que llegue finalmente a la tierra de los vivientes, al cielo, donde gozaré en Jesús mi Salvador con vos, vuestra santísima esposa María y todos los Santos. Amén.



ORACIÓN DE UNA JOVEN
A SAN JOSÉ

SAN JOSÉ, Dios os confió la joven más santa y más bella, la Virgen María. Ella pudo abandonarse a vos con total confianza, con su alma y su cuerpo, sabiendo que respetaríais fielmente todos los designios de Dios en Ella. En nombre de María, vuestra esposa virginal e inmaculada, os ruego que seáis mi protector, que guardéis mi alma y mi cuerpo para los designios de Dios. Si Dios me ha destinado a la misión admirable de la maternidad según la carne, elegid para mí un novio que se os parezca, que sepa respetarme, que sepa amarme con amor auténtico en Dios, que me guarde íntegra para el feliz día de nuestra boda, que camine conmigo en los senderos de un amor conyugal verdaderamente cristiano y santificador, que ame en Dios a nuestros hijos, frutos de nuestro amor, y los eduque conmigo para Dios, que proteja en ellos a vuestro Jesús y que me ame un poco como vos habéis amado a María.
Pero, si Dios me ha destinado a la vida religiosa, a ese matrimonio con el Verbo hecho carne en la pobreza, la obediencia y la continencia perfecta, guardadme totalmente para Jesús como habéis guardado a María.
Proteged mi alma, proteged mi cuerpo para Jesús, conducidme muy cerca del que quiso ser como vuestro hijo y retenedme siempre muy cerca de Él. Amén.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Oraciones a San José (I)


ORACIÓN DE SAN FRANCISCO DE SALES
A SAN JOSÉ


GLORIOSO SAN JOSÉ; esposo de María, otorgadnos vuestra protección paternal; os lo suplicamos por el Sagrado Corazón de Jesucristo. Vos, cuyo poder infinito abarca todas nuestras necesidades y puede hacernos posibles las cosas más imposibles, abrid vuestros ojos de Padre a las necesidades de vuestros hijos. En los trastornos y las penas que nos agobian., recurrimos a vos con confianza; dignaos tomar bajo vuestra caritativa protección este asunto importante y difícil, causa de nuestras inquietudes. Haced que su resolución feliz redunde en gloria de Dios y en el bien de sus amantes siervos. Amén.



ORACIÓN DE SAN PÍO X A SAN JOSÉ,
MODELO DE OBREROS


GLORIOSO SAN JOSÉ, modelo de todos los que se consagran al trabajo, otorgadme la gracia de trabajar con espíritu de penitencia por la expiación de mis numerosos pecados; de trabajar en conciencia, anteponiendo el culto del deber a mis inclinaciones; de trabajar con reconocimiento y con alegría, considerando como un honor poder emplear y desarrollar mediante el trabajo los dones recibidos de Dios; de trabajar con orden, paz, moderación y paciencia, sin retroceder jamás ante el agotamiento y las dificultades; de trabajar sobre todo con pureza de intenciones y con desapego de mí mismo, teniendo siempre presente la muerte y que tendré que dar cuenta del tiempo perdido, de los talentos inutilizados, del bien omitido y de las vanas complacencias en el éxito, tan funestas para la obra de Dios. ¡Todo sea por Jesús, todo por María, todo por imitaros, patriarca José! Este será mi lema en la vida y en la muerte. Amén.



ORACIÓN DE LA MAÑANA
A SAN JOSÉ


GLORIOSO SAN JOSÉ, todopoderoso cerca de los Corazones de Jesús y María, concedednos vuestra protección al comenzar este día, a fin de que, cuando venga la noche, dirijamos con un corazón puro nuestras acciones de gracias a la Divina Majestad. Recordad que fuisteis en la tierra el jefe de la Sagrada Familia; alcanzad el pan para los que tienen hambre, un techo para los que carecen de él, la paz y la prosperidad para los que os invocan. Acordaos también de que sois el Patrono de la Iglesia Católica. Que por vuestra intercesión de nuestro Papa, nuestros cardenales, nuestros obispos, que todos aquellos que sirven a la causa de Pedro, se beneficien con las gracias que necesitan en el cumplimiento de su misión.

jueves, 11 de marzo de 2010

Patrono de la Iglesia Universal


TERCERA MEDITACION


SAN JOSÉ,
PATRONO DE LA IGLESIA CATÓLICA


Punto 1. Honor debido a San José como Patrono de la Iglesia Católica.

Jamás en el transcurso de los siglos había honrado la Iglesia a Santo alguno como Patrono de la Iglesia Universal. Gobernada por el mismo Jesucristo, su Cabeza invisible, y puesta bajo la protección de su divina Madre, María; sólo a San Miguel Arcángel, a semejanza de la antigua Sinagoga, había venerado como a su custodio y Patrono Universal. Por lo que toca empero a los Santos, sólo había designado a algunos de ellos como patronos particulares, ora de los reinos o provincias, ora de las diócesis, ciudades o pueblos católicos.

Mas en el día 8 de diciembre de 1870 llegó el momento feliz en que fuera solemnemente proclamado Patrono de la Iglesia católica también un Santo; y éste es el gloriosísimo San José.

He aquí cómo se anunció este fausto suceso en el decreto publicado al efecto por mandato del Papa en Roma, para la ciudad y para el orbe:
“Siempre la Iglesia, por la sublime dignidad que Dios confirió a este fidelísimo siervo, tributó al beatísimo José sumo honor y alabanzas después de la Virgen Madre de Dios, Esposa suya, e imploró su intercesión en las angustias. Mas en estos tristísimos tiempos…. conmovido nuestro santísimo señor el Papa Pío IX por la lamentable condición de las cosas, con el fin de encomendarse a sí mismo y a todos los fieles al poderosísimo patrocinio de San José, le declaró solemnemente Patrono de la Iglesia católica”.
Desde este día, pues, a la manera que el antiguo Patriarca José, después que Faraón lo hizo dueño de su casa y gobernador de todos sus dominios, fue para los egipcios su virrey y salvador; y a la manera que nuestro santo Patriarca, después que Dios lo constituyó señor y príncipe de su casa y de sus posesiones, fue aquí en la tierra el guarda, protector y apoyo de Jesús y de María; así ahora he venido a ser, después de la solemne declaración del Papa, como el virrey y señor y el mejor guarda, protector y apoyo para la Iglesia católica y sus fieles hijos.

Si, pues, ya antes la Iglesia tributaba a San José “sumo honor y alabanzas después de la Virgen María”, ¿cuál será ahora la alabanza, gloria y honor que deberemos tributarle?

Después que a sus títulos y privilegios se le ha añadido el de Patrono de la Iglesia católica, ¿cómo podremos dignamente honrar a tan grande Santo?

Gloria, pues, honor y alabanza sea dada a San José. Y ya que tan poco valen nuestros obsequios para honrarlo como se merece, hagamos por que sea cada día más conocido, honrado y venerado en todo el mundo cristiano.

¡Que dicha si llegáramos a merecer delante de Dios el título de verdaderos devotos de San José!


Punto 2. Confianza que debe inspirarnos el Patrocinio de San José en medio de las tribulaciones de la Iglesia.

Figurada la Iglesia católica, en sentir de los Santos Padres e intérpretes sagrados, en aquella mujer vestida de sol que vio San Juan en su Apocalipsis; figurados asimismo los fieles cristianos en el hijo varón que dio a luz aquella mujer misteriosa; y figurados en fin los enemigos de la Iglesia y de sus hijos en el dragón descomunal bermejo de siete cabezas que quiso tragarse al nacer al hijo de aquella mujer, y que no habiéndolo logrado emprendió contra los dos una persecución de muerte; no parece sino al leer tales proféticas visiones, o que estamos ya, o que están próximos los tristísimos tiempos que deben cumplirse.

Lo cierto es que perseguida en todas partes la Iglesia por sus enemigos, se halla oprimida de tan graves calamidades, que los hombres impíos han llegado a creer que por fin las puertas del infierno prevalecen contra ella.

¡Cuanta confianza, empero, debe inspirarnos el Patrocinio de San José en medio de tales calamidades! Elegido y declarado solemnemente Patrono de la Iglesia católica por el Vicario de Jesucristo sobre la tierra; esta declaración debe ser para todo fiel cristiano una garantía cierta de que, según el orden de la Providencia, se hallan en este Santo todos los dones y gracias propios para llenar los fines para que fue así elegido.

Siendo, pues, éstos el encomendarse al Papa a sí mismo y a todos los fieles al poderosísimo Patrocinio de San José, y el de mover con más eficacia por sus méritos o intercesión la misericordia divina a que aparte de la Iglesia todos los males que de todas partes la conturban; ¿quién puede dudar que este Santo estará en disposición de conjurar tamaños males y calamidades?

Así como, pues, el antiguo Patriarca José, por la gracia que halló delante del Señor, libró a los egipcios de una muerte segura; y así como nuestro santo Patriarca salvó aquí en la tierra de todos los peligros a Jesús y a María mediante las gracias que para esto había recibido, así también debemos confiar que mediante el poder y gracia de que habrá sido revestido en el cielo como Patrono de la Iglesia católica, salvará una vez más a la madre y al hijo, esto es, al Papa y a sus miembros, a la Iglesia y a sus hijos, por más fuertes que sean sus mortales enemigos.

Imploremos, pues, confiados la protección de San José; roguémosle y volvámosle a rogar que ahora y siempre interceda por la Iglesia, por el Papa y por los fieles todos, seguros de que bajo su Patrocinio seremos salvos.


Punto 3. Confianza que debe inspirarnos el Patrocinio de San José como fieles soldados de Jesucristo.

Es deber sagrado de todo cristiano, como soldado que es de Jesucristo, no sólo estar siempre en vela contra sus enemigos, sino también soportar paciente los sufrimientos, y resistir con fortaleza los ataques a que está expuesto en su vida de lucha sobre la tierra. Tal es la condición indispensable para ceñir la corona del triunfo, pues que “no será coronado sino quien legítimamente peleare” (II Timoteo, II, 5).

Mas para esto en necesario un auxilio especial de la gracia, singularmente en estos tristes tiempos en que tan cruel y horrible guerra se ha declarado contra la Iglesia de Cristo. Y la necesidad de esta gracia la hacen más patente así las defecciones, por desgracia tan frecuentes en estos tiempos, como el furor y las astucia de nuestros implacables enemigos.

¿Qué medio, empero, mejor para obtenerla que acudir al Patrocinio de San José? Ya su conducta de otro tiempo es para nosotros un edificante estímulo para el presente. Una vez recibida de Dios la misión de custodiar y salvar a Jesús, por nada del mundo se dejó seducir sino que todo lo dejó, hogar, patria, parientes y amigos para cumplirla. Lejos asimismo de arredrarse por los sacrificios que esto exigía de él, todos al contrario los abrazó varonilmente, fatigas, viajes y destierro. Así nos enseñó como hemos de salvar a Jesús en nuestros corazones y en los de nuestros hermanos en medio de los peligros y luchas de este mundo.

Además del ejemplo, hay en San José el poder junto con la voluntad de alcanzarnos la gracia para obtener la victoria. La misión, en efecto, que Dios le ha confiado al declararlo por boca del Papa Patrono de la Iglesia católica, es la de ser, a semejanza del antiguo virrey de Egipto, el Príncipe de los cristianos, el sostén de la Iglesia, guía de sus hijos y firme apoyo de su pueblo; y también la de ser, a semejanza de Josué, más que grande en salvar a los escogidos de Dios, en sojuzgar a sus enemigos y en conseguirles la herencia de la gloria.

En las manos, pues, de San José está nuestra salvación, como en las manos de otro José, tipo de éste, estuvo antes la salvación de los egipcios.

En sus manos, por consiguiente, está el proporcionarnos a todos y cada uno de los fieles cristianos las gracias convenientes para luchar con ventaja contra nuestros enemigos y alcanzar la victoria. ¡Y con cuánta largueza y amor concede estas gracias a los que de veras se le encomiendan!

Pongámonos, pues, con entera confianza bajo el Patrocinio de San José, bien seguros que, después de haber triunfado con su ayuda de nuestros enemigos aquí en la tierra, seremos también con él coronados de gloria eterna en el cielo. Amén.

viernes, 5 de marzo de 2010

Títulos de San José


SEGUNDA MEDITACIÓN


SAN JOSÉ EFICACÍSIMO PROTECTOR Y ABOGADO
PARA ALCANZAR UNA BUENA MUERTE


Punto 1. San José venerado en la Iglesia como abogado especial para alcanzar la gracia de bien morir.

“Está decretado a los hombres, dice el Apóstol (Hebreos, IX, 27), el morir una sola vez, y después el juicio”. Todos, pues, hemos de morir y dar cuenta hasta de cualquier palabra ociosa ante el Divino Juez, “el cual dará a cada uno el pago según sus obras” (San Mateo, XVI, 27). Y lo que es más, que ignoramos el cómo y el cuándo sucederá esto.

Nada, pues, hay más importante para todos que el velar, y estar siempre preparados para aquella hora suprema, y alcanzar la gracia de bien morir. ¿Y qué medio más a propósito para obtenerla que acudir a San José y tomarle por protector y abogado para aquel terrible trance?

En primer lugar, él es para toda clase de personas el más acabado modelo de una vida santa, como la mejor preparación para bien morir. A esto se añade su privilegio singular de haber expirado dulcemente en brazos de Jesús y María. Todo cuanto se diga, en efecto, de la muerte preciosa de los Santos es apenas comparable a este privilegio de San José. La Iglesia misma lo celebra con estas palabras: “¡Oh sin par, feliz y bienaventurado José, en cuya hora extrema os asistieron juntos y solícitos Cristo y la Virgen con plácida faz!”. Además lo celebra permitiendo celebrar la fiesta del feliz tránsito de San José, y que se le invoque como protector y abogado especial para alcanzar una buena muerte.

Cuando, pues, así honra la Iglesia a este glorioso Santo, ¿no significa esto que a su juicio goza delante de Dios de un favor especial para alcanzar la gracia de bien morir, y que quiere que también sus hijos le honren como a Patrono de la buena muerte? Así por lo menos lo han entendido y lo entienden los fieles hijos de esta divina Madre, al erigirle altares y establecer congregaciones para acudir a él como al abogado de los agonizantes. Y ¡cuántos favores y consuelos han recibido de él los que así lo han invocado!

Acudamos, pues, siempre a él con filial confianza, y no dejemos pasar día alguno sin pedirle la gracia de bien morir. Pidámosle que sea nuestro protector y abogado en aquella hora tremenda, en la que tan poco han de valernos los honores, los intereses y aún los mejores amigos de la tierra….


Punto 2. San José poderosísimo abogado de los agonizantes como padre adoptivo del Divino Juez.

“Desnudo, dice Job, salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a ella” esto es, a la tierra o sepulcro. Y lo mismo nos sucede a todos los míseros mortales. Sí, todos nacimos desnudos, y desnudos iremos a parar en el sepulcro, sin que nos acompañen allá más que buenas obras o malas, para comparecer con ellas delante del Divino Juez.

Cual, pues, sea la angustia de una alma próxima a comparecer en el tribunal de Dios con solas sus obras, tan pocas buenas y tantas malas, y tan mal reparadas, ¿quién lo puede explicar? Si a los menos tuviera a su favor algún abogado celestial, que la defendiera delante del Divino Juez…

Esto, sin embargo, pueden esperar los verdaderos devotos de San José. No, él que tanto se gozó en su muerte con la asistencia de Jesús y de María, no permitirá que sus devotos mueran por lo menos sin su asistencia. Y con ella ¿cómo no esperar una sentencia favorable por más que los pecados se presenten entonces a su vista como ejército de enemigos, el más formidable?

Tal vez los tales pecados ya están perdonados, sólo que el demonio se complace en renovar su memoria para inducir a la desesperación. Y en tal caso, la asistencia de San José es para sus devotos moribundos el arco iris de paz, nuncio de apacible calma después de horrible tempestad.

O tal vez no estén aún perdonados por no haberlos confesado, o por haberlo hecho mal. Y aún en este caso es la asistencia de San José una de las más consoladoras esperanzas por la eficacia de su intercesión delante del Divino Juez. Éste, que mientras hay aliento de vida es todavía nuestro Redentor, bien puede hasta el último suspiro infundirnos tanto arrepentimiento, que baste para borrar en un momento todos nuestros pecados.

Sólo falta un intercesor bastante poderoso para aplacar su justicia, y mover su misericordia a conceder esta gracia. ¿Y quién mejor para esto que el glorioso San José? ¿Acaso hay quien pueda alegar mayores méritos delante del divino Jesús y de su Santísima Madre?

Acudamos, pues, a él y digámosle como en otro tiempo los egipcios a su antiguo Patriarca: ¡Oh glorioso San José! en vuestras manos está nuestra salvación: a Vos, pues, la encomendamos ahora para aquel momento, en que habremos de ser juzgados por el Divino Juez.


Punto 3. San José protector de los moribundos contra los ataques y ardides del demonio.

“Como león rugiente, dice el Apóstol San Pedro (I Pedro, V, 8), anda girando nuestro enemigo alrededor de nosotros, en busca de presa que devorar”. Lo cual hace principalmente en la hora de la muerte, ya agravando extraordinariamente los pecados, ya exagerando el rigor de la divina justicia, poniendo así el alma en peligro de desesperación y de perderse para siempre. Bien puede, empero, abalanzarse contra ella el infierno entero como ejército de gigantes; ¿qué podrá, si ella está bajo la protección y amparo de San José?

Escogido ese Santo por Dios para burlar la astucia y humillar la soberbia del dragón infernal en cuantos obstáculos pudiera poner a la redención del mundo; son por demás dignas de admiración la suavidad y eficacia con que llevó a cabo este designio de la Providencia. Así que, mediante su matrimonio con María, fue ya como primero se ocultó al demonio el misterio de la Encarnación, ignorando así la divinidad del Hijo, y la integridad virginal de la Madre.

Asimismo, mediante su obediencia al Ángel del Señor y su huída a Egipto, fue como libró a Jesús de la muerte decretada contra Él por Herodes, figura e instrumento del demonio. Mediante, en fin, su entrada a Egipto fue también como cayeron derribados los ídolos, como enmudecieron los oráculos, y el tirano de las almas fue encadenado, huyendo de allí los espectros infernales.

Cierto que todas estas victorias más pertenecieron al Niño Jesús que a José; también lo es, empero, que éste fue el instrumento escogido de Dios para así confundir al enemigo de las almas, ensalzándolo por lo mismo la Iglesia con el título, de “Vencedor del infierno” (Himno del Oficio).

Si, pues, tanto pudo José contra el demonio aquí en la tierra, ¿qué no podrá ahora contra él en el cielo, ahora que, asociado su nombre al de Jesús y de María, parece como disfrutar de un privilegio para librar de sus asechanzas a los agonizantes puestos bajo su protección?

Pidámosle, pues, con confianza que se digne asistirnos en la hora de la muerte, y ahora y hasta entonces no cesemos de repetir: Jesús, José y María, que expire en paz con vosotros el alma mía. Amén.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Devoción y Patrocinio


MEDITACIONES SOBRE LA DEVOCION

Y EL PATROCINIO DE SAN JOSÉ



PRIMERA MEDITACION

MOTIVOS DE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ


Punto 1. El primer motivo de devoción a San José es ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo.

Siendo en efecto nuestro Divino Maestro el modelo por excelencia de todo fiel cristiano, nada más justo que los que llevamos impreso su carácter sagrado, nos esforcemos en conformar a la suya nuestra conducta. Él mismo nos ha mostrado ser esta su divina voluntad con estas palabras: “Os he dado ejemplo, para que vosotros también hagáis, así como yo he hecho” (Juan, XXIII, 15).

Ahora pues, aunque el Espíritu Santo nos ha ocultado los testimonios particulares de respeto y de veneración que diera Jesús a José en los largos años de su vida familiar, nos ha dejado sin embargo revelado lo suficiente para formar de ellos un concepto el más elevado. Consta, en efecto, del sagrado Evangelio, que Jesús era tenido entre sus conciudadanos por hijo del artesano José, aprobándolo él mismo con su conducta. Consta además del mismo sagrado texto, que Jesús estaba sujeto (San Lucas, II. 51) a María y a José en su vivienda de Nazaret, desde los doce años de su edad hasta los treinta. Jesús, pues, honró en su vida mortal a San José, ya reconociéndole como padre suyo putativo, ya reverenciándole, obedeciéndole y amándole cual pudiera hacerlo el mejor de los hijos para con el mejor de los padres.

Considera ahora la sublimidad y grandeza del honor, de la veneración y del amor de Jesús hacia José, que se nos revelan en tales actos. Jesús, Hijo de Dios vivo, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, obedece sumiso a José durante largos años…. Jesús, cabeza de los Ángeles y de los hombres, respeta a José como si fuera su padre…. Jesús, en fin, de quien los Ángeles y Santos tienen a grande honra el ser ministros y siervos fieles, honra, sirve y ama a José como si fuese su superior…. ¿Quién imaginara jamás una honra igual a ésta? ¿Cómo podremos, pues, dejar de honrar también nosotros y de venerar a este gloriosísimo Patriarca?

Mas ¿Qué honra podremos tributaros, oh Santo sin igual, que sea digna de Vos? ¡Ah! aceptad nuestros pobres obsequios, y ya que tan poco valen, alcanzadnos la gracia de que sean cada día más dignos y de que crezca siempre en nuestro corazón la devoción y el amor hacia Vos.


Punto 2. El segundo motivo de devoción a San José es el ejemplo de la Santísima Virgen María.

Entre los sueños misteriosos con que Dios reveló al antiguo patriarca su futura grandeza, uno fue aquel en que vio cómo el sol y la luna le adoraban (Génesis, XXXVII, 9). Mas lo que fue para aquel antiguo patriarca un sueño, he aquí que San José lo vio convertido en felicísima realidad en la sujeción y obediencia con que Jesús y María le honraron en su vida sobre la tierra.

Si Jesús, en efecto, verdadero Sol de justicia, honró a San José como a Padre, aunque putativo, María, esa mística luna, que recibe y comunica a la tierra la luz del Sol, o sea la gracia de Jesucristo, honró también a San José obedeciéndole, amándole y sirviéndole cual puede hacer la mejor de las esposas con el más digno de los esposos.

Ella además, no sólo le reconoce y ama como a esposo suyo, sí que también como a padre nutricio de Jesús llamándole aún en público con este honrosísimo nombre. Y por aquí se puede conjeturar, si no comprender, cuál fue el amor, el respeto y la veneración con que la divina María distinguiría a su castísimo Esposo en todo el curso de su vida común y doméstica.

No, nunca ha habido en el mundo esposa alguna que más haya amado, ni mejor servido y obsequiado a su esposo, que María a José, aunque muy superior a él en dignidad y santidad. Así se porta movida del ejemplo de Jesús e impulsada por el sentimiento de su propio deber, no menos que por sus eminentísimas virtudes.

Cuando, pues, así ha honrado a San José la Madre de Dios y Madre nuestra, ¿no deberemos también hacer otro tanto los que queramos ser sus hijos?

Oh Patriarca santísimo, bien quisiéramos honraros y ser vuestros más fervientes devotos, pero…. ¡somos tan miserables!.... Alcanzadnos, pues, por María la gracia de saber honraros dignamente.


Punto 3. Otro de los motivos de devoción a San José es el ejemplo de nuestra Madre la Iglesia.

En el sueño en que el antiguo patriarca José vio cómo le adoraban el sol y la luna, vio también cómo once estrellas le adoraban (Génesis, XXXVII. 9), lo cual, si para aquel hijo de Jacob significó el homenaje que un día habían de tributarle sus once hermanos, respecto de nuestro santo Patriarca vino a presagiar cómo, después de Jesús y María, vendrían un día a inclinarse ante sus eminentísima dignidad, bien los once Apóstoles que siguieron fieles a Jesús, bien la universalidad de santos, o sea, la Iglesia Santa.

Cierto que durante muchos siglos no se dio en la Iglesia tan suntuoso culto a nuestro ínclito Patriarca, ocultándose en parte por justos motivos la brillantez de su gloria. Mas desde que plugo a la Providencia apartar los obstáculos que impedían dar a conocer al mundo las eminentísimas prerrogativas de San José, ¡cómo se ha visto felizmente realizado en él el sueño de las once estrellas, que adoraban al antiguo hijo de Jacob!

En realidad, de algunos siglos a esta parte la devoción a San José ha venido como a formar el carácter de los más grandes Santos. Así mismo muchos Sumos Pontífices, no sólo le han profesado cordialísima devoción, sí que también se han esmerado en ordenar a su favor nuevas demostraciones de culto público, con el fin de propagarla.

Estaba sin embargo reservado a la presente aciaga época el ver a San José sublimado por la Iglesia a un rango superior al de todos los demás Santos. A él en efecto le ha sublimado el título de Patrono de la Iglesia Católica, con que con aplauso universal de los fieles y para fomentar en sus corazones la devoción y confianza hacia él, le ha condecorado el inmortal Pío IX. Así ha creído el Papa deber honrar, después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María, al que fue esposo virgen de esta Madre Virgen.

¿Qué más, pues, se puede desear, o qué mejor ejemplo y estímulo proponer para decidirnos a abrazar de todo corazón la devoción a San José como la más útil para nosotros y la más grata a los ojos de Dios, después de la de Jesús y María?

¡Oh Santo privilegiado! Aquí nos tenéis postrados a vuestros pies; sed nuestro protector y hacednos dignos de ser vuestros más fervorosos devotos.

domingo, 28 de febrero de 2010

Primeros años


INFANCIA Y JUVENTUD DE JOSÉ


Al cumplirse el octavo día del nacimiento del glorioso Patriarca, celebrado por sus parientes y deudos con las expansiones de júbilo con que cielos y tierra saludaron a tan excelso bienaventurado, fue sometido éste al acto cruento de la circuncisión, exigido por la antigua Ley, y le fue puesto el nombre de José, que significa aumento, sin duda por inspiración de Dios, porque en el santo Patriarca el crecimiento de la virtud fue constante, y porque ese nombre le era conveniente para corresponder a la figura que le había precedido en el antiguo testamento, aquel otro José, hijo también de un Jacob, cuya vida tantas analogías tuvo con las del padre adoptivo del Hijo de Dios.

En su calidad de primogénito debía el santo Patriarca ser presentado al templo de Jerusalén y redimido por el precio que la ley establecía; y a los cuarenta días de su nacimiento, Jacob y su esposa se trasladaron a la ciudad santa sin pompa alguna, porque estando sometida la Judea por Antípatro, padre de Herodes, los descendientes de David tenían hartos motivos para temer las iras de los nuevos dominadores.

En el templo cumplieron con las prescripciones de la ley, y vueltos a su casa, se dedicaron, con el desvelo propio de tan buenos padres, a la educación de aquel predestinado a tan altos fines.

Creció José en años y en virtud bajo la cariñosa vigilancia de los autores de sus días, y al cumplir el sexto año de su edad un triste suceso vino a turbar la calma en que sus días se deslizaban. Antígono, hijo de Aristóbulo, había sido nombrado por los romanos Procurador de Judea, en sustitución de Antípatro, y Herodes, hijo de éste, influyó tanto en el ánimo de Antonio, que logró ser nombrado Tetrarca.

No satisfecho con esto, y a fuerza de intrigar en el Senado de Roma, se hizo nombrar rey de Judea, y era tanta y tan justificada la fama de su crueldad, que todo Israel se llenó de consternación y espanto al anuncio de que íban a quedar sometidos a la ferocidad de aquel tírano.

Pronto los hechos justificaron este temor, pues Herodes, así que se vio en el trono, reunió un poderoso ejército, con el que arrojó de Jerusalén a Antígono y asoló la Galilea y la Judea, ensañándose muy especialmente con los que permanecían fieles a la casa de David y anhelaban restaurarla en el trono de sus mayores.

En medio de tantos estragos, la familia de San José se puso en salvo, cumpliéndose lo que el Señor anunció por boca de Zacarías cuando dijo: “Salvaré la casa de Jesé”; pero los trabajos y tribulaciones que en aquel período azaroso de su infancia padeció el Santo Patriarca fueron muchas y extraordinarias, si bien sirvieron para acrisolar su virtud haciéndole más digno del alto ministerio a que estaba destinado.

Para sustraerse mejor a toda pesquisa de los partidarios de Herodes le llevó su familia a Belén, y allí permaneció hasta la edad de doce años, en que volvió a Jerusalén para aprender de los sacerdotes del templo la ciencia y la sabiduría propias de su esclarecido linaje.

En aquellos tiempos no había escuelas públicas para la instrucción literaria de la juventud: dicha instrucción se recibía en la casa paterna.

Había, sin embargo, en cada ciudad, una escuela pública de religión, denominada sinagoga, en la cual se leía y explicaba la Sagrada Escritura.

José, por lo tanto, cuando fue capaz de aprender, recibió de sus padres la instrucción literaria de aquellos tiempos; y en los días festivos, o sea en los sábados, frecuentaba la sinagoga de su ciudad, en la que aprendió las verdades de la religión.

Al perder a su madre, el sacerdote Zacarías, que con su esposa Santa Isabel habían tomado gran parte en su aflicción, procuraron templar la de San José con dulces consuelos. Fue en una de las conversaciones íntimas que el Santo Patriarca tuvo con Zacarías cuando le descubrió su propósito de dedicarse a la vida solitaria y contemplativa, consagrándose por entero al servicio de Dios, observando perpetua virginidad.

Admiró Zacarías el fervor del castísimo joven, y no atreviéndose a disuadirle de tan santo propósito por considerarlo inspirado de Dios, le aconsejó que hiciera el voto que deseaba, pero no absoluto, sino subordinado a la voluntad divina, si |así fuese del agrado del Señor.

Algunos escritores sagrados dicen que San José hizo el voto de perpetua virginidad a los doce años de edad; pero otros opinan que a esa edad concibió él propósito de hacerlo, y que después de madura meditación, lo pronunció a los diecisiete años.

Fue verdaderamente providencial que San José decidiera consagrar su virginidad a Dios en un tiempo en que todos los hebreos aspiraban a la gloria de ser progenitores del Mesías, ignorando los medios de que el Señor se serviría para consumar el misterio de la redención del linaje humano.

Pero San José fue el primer amante de estar virtud tan amada por el Salvador del mundo, sin pensar tampoco que precisamente conservándola es como llegaría a la altísima dignidad de padre legal de Jesucristo, que tanto deseaban conseguir por vías meramente humanas todos sus compatriotas.

Mientras tanto, como era costumbre entre los hebreos que cada joven aprendiera un oficio, cualquiera fuese su condición y fortuna; y con mayor razón porque para José el trabajo era una necesidad, apenas llegó a la juventud entró como aprendiz en el taller de un carpintero, donde se hizo hábil en esta humilde profesión, que ejerció después durante toda su vida.

Muchos escritores dicen que estaba dotado de gran ingenio, era rico en ciencia religiosa, y muy experto en el ejercicio de su arte.

Su figura era noble y atrayente; su porte, digno y dulce a un tiempo, y su rostro, hermosísimo, según Gersón, semejante al de Jesús, cuya hermosura nadie igualó jamás entre los hijos de los hombres.

Es indudable que José fue un lirio candidísimo de pureza.

Y al respecto conviene recordar que el pecado original, aunque borrado por el santo Bautismo, deja en el hombre el germen del pecado; es decir, la inclinación a él, y especialmente a la impureza. La historia, empero, nos asegura que Dios no permitió que algunos de sus predilectos sintieran tal inclinación.

Así, por ejemplo, de Santo Tomás de Aquino sabemos que después de una victoria extraordinaria, reportada contra la impureza, ciñeron los ángeles su cuerpo de tal modo, que en adelante no volvió a sentir en su carne tentación alguna.

De San Luís Gonzaga se cree comúnmente que haya sido preservado de esta clase de peligros.

Y lo mismo se asegura de otros muchos Santos.

Pues, si Dios concedió este favor a muchos Santos, con mayor razón se lo habrá otorgado a José, que había sido santificado antes de nacer, y estaba destinado a ser el esposo de la Reina de las Vírgenes y el custodio de Jesús, Cordero sin mancha que se deleita en apacentarse entre los lirios.

Tal opinan Gersón y muchos otros respetabilísimos escritores de las glorias de San José.

A este divino privilegio de no estar sujeto en el alma ni en el cuerpo a tentaciones impuras, correspondió José, de su parte, entregándose todo a Dios desde su primera juventud.

Le consagró los pensamientos, los afectos, el alma, el cuerpo, todo su ser; le prometió vivir casto toda su vida, y, según hemos vito, hizo voto de perpetua virginidad, voto hasta entonces desconocido, y que constituye la gloria de su juventud.

Como no se conocía entonces el precio de la virginidad, los otros Santos del Antiguo Testamento, o no fueron vírgenes, o si hubo alguno fuera de José, no lo fue en virtud del voto que consagrara a Dios su virginidad.

No menciona este voto el Evangelio; mas no faltan razones de alta conveniencia, basadas en la Tradición, que confirman tal aseveración.

Santo Tomás de Aquino dice que si Jesucristo eligió un virgen —esto es, a San Juan Evangelista— para confiarle desde la Cruz el cuidado de su Madre; no pudo dejar de elegir también un virgen para que fuese su castísimo esposo.

José guardó exactamente este su voto de perpetua virginidad, y la virtud de la pureza.

En la niñez, en la juventud y en la virilidad, fue tan reservado en las miradas, en las palabras, en el trato, en los pensamientos, en las imaginaciones, en los afectos, en los deseos; fue tan casto de mente, de corazón y de cuerpo, que San Agustín no titubeó en comparar su candor virginal con el de María Santísima, diciéndolo igual.

“José —afirma el Santo Doctor— tiene la misma virginidad que María”.

Cornelio a Lapide lo llamó más ángel que hombre; y San Francisco de Sales llegó a escribir de él estas palabras: “San José, en cuanto a pureza, ha sobrepujado a los Ángeles de la más alta jerarquía”.

Con semejantes expresiones, estos Santos quieren significar que están convencidos de que José llevó una vida, no sólo alejada de los desórdenes de la impureza, sino también de que jamás alimentó en su mente ningún pensamiento, ni en el corazón ningún afecto menos puro, menos casto, y de que, en suma, guardó el voto de virginidad y la virtud de la pureza con la mayor perfección.

Pero, además de esto, se vio el Santo Patriarca adornado de todas las otras virtudes.

El Evangelio nos dice que José, cuando se desposó con María, era justo.

Al explicar San Jerónimo esta palabra justo, afirma que José era llamado así, porque poseía en grado perfecto todas las virtudes.

De suerte que, a la edad de treinta y tres años —esto es, cuando se desposó con María— era ya un gran santo.

Y no se debe pensar que se hiciera santo entonces, sino que desde niño practicó todas las virtudes, conforme a la opinión común entre los doctores católicos de que José había sido confirmado en la gracia.

Además, si Dios lo escogió para ser esposo de María, debemos decir que fue el joven más santo entre todos, como María fue la más santa entre todas las doncellas.

Del mismo modo que si hubiera habido una doncella más santa que María, aquélla y no ésta habría sido elegida para ser la Madre de Jesús; así también, si hubiera habido un joven más santo, más perfecto que José, aquél y no José habría sido elegido para esposo de María.

Así, pues, José pasó su juventud caminando siempre por la senda de la perfección, y, como dice San Pedro Damián, fue en santidad muy semejante a María.

Estaba, además, destinado a ser el custodio del Hijo de Dios, que es la misma santidad.

Al respecto dice San Bernardino de Siena: “Cuando Dios destina una persona a un oficio determinado, le da también los dones especiales, necesarios para cumplir los deberes inherentes”.

Si, pues, Dios confió a José una misión tan sublime, cual es la de ser el Padre adoptivo del Redentor; fácil es argumentar la multiplicidad, la excelencia, la sublimidad de los dones sobrenaturales con que lo enriqueció.

De aquí deducimos que José, antes de desposarse con María, era modelo de la juventud.

Con su docilidad, obediencia y respeto a los padres, era su consuelo; con el retiro, con el silencio, con la circunspección en las palabras y en la mirada, edificaba a sus relaciones.

Trabajaba para ganarse el sustento; pero con el trabajo trataba de glorificar a Dios, y en medio del trabajo, a Él elevaba la mente y el corazón, de modo que su vida era un continuo entrelazarse de las acciones, palabras, afectos y pensamientos más santos; era un acopio de todas las virtudes.

miércoles, 27 de enero de 2010

Predestinación


PREDESTINACIÓN DE SAN JOSÉ
PARA COOPERAR EN LA REDENCIÓN
DEL LINAJE HUMANO



Cuando el Señor, en su infinita misericordia, promulgó el decreto de nuestra redención, no sólo escogió en el tiempo todas las circunstancias que debían preceder, acompañar y seguir a su ejecución, sino que también determinó con toda precisión el oficio y orden de todos los que debían tomar parte en tan portentoso misterio.

En la mente divina se hallaba la Virgen sin mancilla desde mucho antes de la creación del Universo, según se lee en el libro de los Proverbios.

Y así como desde la eternidad escogió entre todas las mujeres a la que había de ser Madre Virgen del Verbo, eligió también entre todos los hombres al que había de servir de Padre legal al Hijo, de Esposo virginal a la Madre y de sostén, custodio y defensa a entrambos.

De aquí se sigue que María debió de estar comprendida inmediatamente después de Jesús en el decreto de la Encarnación del Verbo y predestinada a ser augustísima Reina y Madre del Hijo de Dios.

De aquí se sigue que a la predestinación de la Virgen Madre debió seguir también inmediatamente la de San José, porque para ocultar al mundo este misterio hasta que se realizara, así como para poner a salvo el honor de la Madre y el buen nombre del Hijo era preciso que María fuera desposada con el varón más justo y humilde de la casa de David.

Por eso no se concibe la predestinación de la Virgen Santísima sin contemplar a su lado a su castísimo Esposo, el glorioso Patriarca San José.

Algunos escritores piadosos aclaran este concepto apelando a una comparación altísima, diciendo que, así como la procesión del Verbo no puede creerse sin la fe en el Eterno Padre, del cual procede, asimismo la generación temporal del Hijo divino, que se verificó de madre sin concurso de varón, no se puede conocer sin previa noticia de la Madre de Dios; así como tampoco se puede tener conocimiento de la Madre de Dios, tal como la predestinó el Altísimo, sin algún conocimiento de su castísimo Esposo.

De lo cual se deduce que así como el nombre de Jesús es el primero que desde toda eternidad se escribió en el Libro de los Predestinados, como cabeza de todos ellos, y el segundo el dulcísimo nombre de María, como Madre de Jesús, así, en su proporción relativa, debió de ocupar el tercer lugar el suavísimo nombre de San José, como Esposo de María y fiel guardián y sostén de Jesucristo.

San Bernardo escribe que San José, y sólo San José, con preferencia a los más santos y distinguidos personajes del antiguo y nuevo Testamento, fue constituido por Dios en la tierra coadjutor o cooperador fidelísimo del gran Consejo, esto es, de la Encarnación del Verbo increado.

San Bernardino de Sena encomia al glorioso Patriarca por haber sido elegido por el Eterno con generosa providencia guardián y defensor de sus principales tesoros: Jesús y María.

Así como la Virgen fue antes del tiempo predestinada a ser Madre del Hijo de Dios, así San José fue juntamente con Ella escogido nutricio y custodio de Jesús y María.

San José fue por Dios destinado a servir a la economía de la Encarnación.

He aquí el origen y vena inagotable de las grandezas de San José, su predestinación eterna a ser cooperador del misterio más grande que adoraron los siglos.

¿Quién jamás, ni de los mayores justos, de la tierra, ni de los espíritus celestiales, tuvo participación tan inmediata en las obras más excelsas e inenarrables del Omnipotente?

¿No demanda tal cooperación una santidad superior a la de los demás escogidos?

San José, por su predestinación divina a ser coadjutor de la obra del gran Consejo, encumbróse sobre todos los soberanos espíritus. A los Ángeles hace Dios ayos y guardianes de los hombres; a los Arcángeles encomienda la defensa de príncipes y reyes; a los Principados sujeta naciones e imperios; mas a ninguno, ni de los más encumbrados Serafines ni Querubes, escogió para guarda superior de su Hijo, por más que muchos le acompañaran como siervos y ministros.

Únicamente San José, como canta la Iglesia, no solamente fue nombrado por el Todopoderoso ayo, defensor y custodio de Jesucristo, mas también siervo fiel y prudente, constituido por el Señor cabeza de su familia para que a su tiempo la sustentara.

¿Puede caber mayor gloria para una criatura mortal?

A San Rafael, siendo uno de los primeros príncipes de la corte celestial, designó el Omnipotente para compañero y guía del santo joven Tobías en su viaje a la ciudad de Ragés; mas a San José lo elevó al altísimo cargo y ministerio de acompañar y defender al Hijo de Dios en sus caminos.

San Gabriel tuvo a gran honra ser el mensajero de Dios para anunciar a la Virgen María el incomprensible misterio de la divina maternidad; pero mayor fue la honra de San José, levantado a la dignidad incomparable de ser virginal consorte y compañero inseparable de la misma divina Madre.

Cífrase la más brillante gloria del Arcángel San Miguel en ocupar el trono supremo de la milicia, celestial, como príncipe de los Coros Angélicos; más le aventaja, y con mucho San José, pues fue príncipe y cabeza de la familia de Dios en la tierra, compuesta, no de purísimos espíritus, sino de la misma Reina de todos ellos y del supremo Gobernador del Universo visible e invisible.

Este lugar ocupa el castísimo Esposo de María en la obra más excelente y grandiosa que salió de la mente divina.

¿Qué cargo, ministerio ni dignidad puede imaginarse entre los nacidos, salva la divina maternidad, mayores y más divino que los conferidos por la Trinidad augustísima a nuestro glorioso Patriarca?

Luego, si los dones han de ser proporcionados a la grandeza de la vocación, hemos de confesar que, después de María, no hubo jamás pura criatura más enriquecida de gracias que San José; las cuales le hicieron a los divinos ojos más grato que otra ninguna y más idóneo para la inefable dignidad que se le confirió.

Concluyamos, pues, diciendo que, constituido el santo Patriarca jefe y cabeza de la Sagrada Familia, pertenecía a la familia del Hombre-Dios, aventajando su dignidad a todos los demás Santos.

¿Crees tú, pregunta Bernardino de Bustos, que debiendo ser José custodio de la beatísima Virgen, compañero y gobernador del Niño Jesús, erró el Altísimo en su elección, o permitió que le faltase algo para ser perfectísimo?

En verdad, pensar solamente en tal despropósito sería crasa temeridad.